5 de febrero de 2011

Chocolate por la sonrisa

El romance de Eugenia y Víctor, más que un romance, fue una ráfaga.
Se inició en otra vida quizás, porque desde que se conocieron - gracias a un amigo en común- salvo el nombre, todo lo demás parecían conocerlo, como si tuviera el otro un hoyo en la frente que revelaba lo que pensaba, lo que era. Supieron que iban a estar juntos incluso antes de terminar la primer charla de seis horas que mantuvieron esa madrugada de viernes.
El noviazgo fue inevitable, la convivencia no tardó en llegar, y se proclamaban amor eterno a diario. Todo era armonía. Eugenia adoraba que Víctor fuera tan simple, tan amable, tan simpático, tan lindo para vestir como para desvestir. Víctor idolatraba la sonrisa de ella, y con eso le bastaba para ser feliz.

Hasta que el destino, celoso de tanto amor, le robó a Víctor el alma y la mandó a guardar, donde se guardan las almas de los accidentes de micros de larga distancia.

El rostro, las manos y la almohada de Eugenia fueron agua salada durante largas semanas. Los amigos y familiares que la cuidaban, llegaban siempre con botellas de agua, por temor a que muriera deshidratada de tanto llorar.

Víctor odiaba verla así. La culpa lo carcomía, no aguantaba que su amor se fuera en lágrimas a causa de él. ¿Dónde estaba la sonrisa que tanto amaba?
Eugenia dejó de llorar, pero su sonrisa no asomaba ni por casualidad. Víctor tuvo una idea: como tantas veces le había dicho que esa sonrisa era de su propiedad, al irse él del mundo terrenal, la sonrisa de Eugenia lo habría seguido. La buscó por donde él andaba, por debajo de las nubes, detrás de la lluvia, en cada uno de los siete colores del arco iris, hasta le preguntó a un señor si no le miraba la nuca, porque quizás se le había pegado en algún lugar que él no podía ver con sus propios ojos. Pero no.
Una viejita que lo estaba observando le avisó que ese tipo de cosas no dejan la tierra, porque una sonrisa perdida no tiene valor por sí sola. Sólo es útil si la persona que la regala lo hace con intención, si es genuina, y si va con una mirada haciendo juego.
Víctor pensó que lo que decía la señora era verdad, los dientes de Eugenia no eran perfectos, pero al enseñarlos en sonrisa, se le achinaban y brillaban los ojitos verdosos de una forma que hacía que el corazón le diera un vuelco.
Y los ojos de Eugenia estaban un poco más opacos (desgastados por tanta lágrima, dedujo) pero seguían ahí, hermosos como siempre.

Pensó en cómo devolverle la sonrisa, y con ayuda de algunos amigos (de los que iban en el micro con él), Víctor se las ingenió para poner en el camino de Eugenia algunas cosas que a ella le gustaban.
Se las arregló para que la azalea que tenía en el balcón floreciera de una vez y antes que cualquier otra (ella decía de esa planta que era una estafa, porque desde que se la compró nunca le vio una flor.)
Otro día se llevó con él al gato de la vecina, que se paseaba por el balcón y dejaba los pelos que a Eugenia le despertaban alergia.
Reprogramó los semáforos, para que tuviera onda verde todos los días en la ida al trabajo.
Atajó la tostada, para que nunca cayera del lado de la mermelada.
Bajó todos los ascensores, para que no tuviera que esperarlos tanto tiempo.
Retuvo a la lluvia hasta que ella llegara a estar bajo techo. Y la dejó libre cuando ella no tuvo ganas de ir a la clase de inglés.

Pero aún así, si bien de vez en cuando alguna mueca se escapó, no volvió a ver esa sonrisa nunca más.

Víctor estuvo triste mucho tiempo, y fastidiado por no saber qué hacer, dejó correr a las nubes negras (a las más grandes). Llovió copiosamente por dos semanas enteras en Buenos Aires.
Eugenia, que seguía viviendo en el departamento de Palermo, se dejó contagiar por la tristeza de la lluvia. Todo empeoraba con el pasar de las horas. Víctor no aguantaba más la situación, y entre tanta angustia se le filtró una idea.

Eugenia, a todo esto, no paraba de mirar la película más triste del mundo. Podría jurarse que llovía más adentro de ese departamento, que en toda Capital.

No sabemos por qué, pero, ya sea en Palermo o en Kabul, la depresión trae hambre de chocolate. Inmersa en ese mambo de tristeza, se fue al kiosco de la esquina. Y cuando volvía a pie (o a nado) por Coronel Díaz, saboreando el primer mordisco de su Toblerone, se la tragó una boca de tormenta.

No sabemos si fue el chocolate o el haber vuelto a ver a Víctor otra vez, pero ahora a esa sonrisa ¿quién se la borra?

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