10 de febrero de 2011

Conversión

Fue una de las peores noches de mi vida. Llegué a casa demasiado tarde, luego de uno de esos días de oficina caóticos, donde todo el mundo se queda después de hora, y no por el placer de hacer horas extras.

Entré a casa, tiré el portafolio en el sillón y entré a mi habitación. No tenía hambre. Estaba cansado, me sentía enfermo, me dolía la cabeza, sentía náuseas...quizás porque mi único alimento en todo el día fueron litros de café.
Me rendí ante lo lamentable de mi situación, sabiendo que el reposo sería el único alivio a mi malestar.
Mi cabeza dio un golpe con efecto anestésico sobre la almohada. Al cabo de unos minutos, tuve una seguidilla de sueños, pesadillas, totalmente  dispuestos a exorcizar el stress que había generado mi trabajo en horas anteriores.

En aquellos sueños, nadé en aguas oscuras, densas, que supuse eran las aguas de un río de café. Entonces, emergí de esa oscuridad y avancé velozmente, casi sin pisar el suelo, hacia un edificio de la calle Laprida. Eran de esos sueños en los que veía todo en primera persona, yo era yo, y los escenarios me resultaban familiares  En uno de los departamentos de aquel edificio vivía Romina, la recepcionista, a la cual le cercené de un feroz golpe la cabeza para que se callara y dejara de pasarme esas llamadas que yo no quería atender.
De repente, otro sueño, otro barrio. Busqué a Elsa, la señora de la limpieza. Cuando la encontré, le arranqué la lengua, y dejé que se ahogara en su veneno, para que dejara al fin de hablar pestes de los demás.

Luego fui por Enzo, el galán de la oficina, al cual le desgarré la entrepierna para dejarlo sin orgullo.

Finalmente, embosqué a la salida de un restaurante a mi jefe. Fue el último de los sueños (no me pareció correcto catalogarlo como pesadilla, porque fue casi placentero). Al jefe lo devoré entero, de a pedazos: primero un brazo, luego una pierna; le despedacé el vientre y revolví sus órganos con ambas manos. Se escurrían sus entrañas entre mis dedos, y desesperado, no quería dejar ningún trozo sin engullir.
Guiados por el aroma agridulce de la sangre, me encontró un grupo de perros callejeros, a los que les lancé algunas tripas a lo lejos, para mantenerlos distanciados de mi banquete privado y especial.
Quedaba sólo sangre, pellejos y huesos. Ante ese cuerpo desmenuzado, me sentí satisfecho. Me alejé con calma de aquél lugar, y desaparecí como un espectro en la oscuridad.

Desperté agitado. Seguía sintiéndome cansado, pero ahora con un poco de frío, dolorido e incómodo. Estiré mis piernas y me di cuenta de que estaba en el suelo. La habitación estaba revuelta, como siempre. Sufría una resaca sin haber bebido. No recordaba qué día era el que estaba amaneciendo, no sabía si en unas horas más tendría que volver a trabajar. Luego de ese sueño, se erizaba el vello de mis brazos con sólo pensar ver esas caras otra vez.
Me senté en el piso y apoyé mi espalda en un lado de la cama. El calendario de la mesa de luz me daba dos pésimas noticias: comenzaba un nuevo jueves, y la noche anterior hubo luna llena.
Una vez más, dejaba de ser un misterio el sabor agridulce que sentía con repulsión en mi boca.

9 de febrero de 2011

Andrés

Ser la menor de dos hermanos era genial. Ser nena, la nena de papá, era genial. Podía usar vestidos de muchos colores, y coleccionar figuritas de Sara Key, que eran geniales. Mi mamá me peinaba y me hacía colitas y trenzas geniales. Si jugaba con los varones, nunca me pegaban (o al menos no tan fuerte), y eso era genial. Tuve siempre una sonrisa amplia y simétrica, que a la gente mayor le gustaba, por lo que siempre me mimaban y me regalaban cosas. La niñez era genial.

Todo fue mas o menos así de bueno, hasta el cuarto grado de primaria. Era el año 1994, en un salón de la Escuela Nº 10. Los días eran más o menos los mismos. Las caras eran las mismas todos los días, a veces con un aparato de ortodoncia más, a veces con un diente menos. Dentro de todo, éramos un grado bastante tranquilo. Salvo por ella.
Nuestra compañera Verónica era uno de los espíritus más salvajes del aula y del colegio entero. Siempre atormentando a todos con sus preguntas delirantes, con sus golpes sorpresivos, sus gritos agudísimos y sus burlas crueles.
Para suerte de algunos, un día faltó a clases. Luego otro. Y otro. Y otro.
¿Qué le había pasado a Verónica? Yo no la extrañaba, porque si bien ella me decía “amiga”, a mí me inspiraba más miedo que respeto o cariño, y su ausencia me tranquilizaba. Pero sí era raro que faltara tanto, y nos hizo querer saber sobre ella.

A la semana siguiente, volvió. Todos queríamos saber por qué había faltado. Entonces, la señorita Sonia (que realmente era una señorita, no como otras viejas gordas de 3ºB), nos anunció que tendríamos una charla para explicar las misteriosas faltas de nuestra compañera.

Verónica era un tanto mal llevada: pocos eran los que no se habían insultado o trompeado con la niña del pelo más largo y lacio del salón. Y muchos creyeron que la charla que profesaba la señorita era sólo una manera más de ser reprendidos por una injusta y falsa acusación de la mentirosa niña cara de torta. Pero no. Entraron al aula una pareja de doctores, que separaron el grupo, por géneros, en aulas separadas. En el aula de las niñas proyectaron un video sobre el cuerpo femenino, el en que se explicaba el hecho más horroroso que la naturaleza podría concebir: La menstruación.

Eso le había pasado a Verónica. Por eso, faltó una semana. ¿Cómo la Iglesia podía permitir algo así? Era un horror. Todas las nenas quedamos muy aturdidas por aquella verdad tan cruda que se nos acababa de revelar. Y para martirizarnos aún más, nos habían regalado una toallita femenina con alas, a modo de morboso souvenir.

Pero más allá del cachetazo que mi niñez hubo recibido, de no poder entrar al baño sin sentir vértigo por el miedo de encontrar un rastro escarlata, hubo un par de cosas que me molestaron mucho más. Primero, descubrir la injusta diferencia entre el hombre y la mujer. Y segundo, que me parecía una ironía de muy mal gusto que, justo la más machona del grado, fuera la primera en convertirse en Señorita.

7 de febrero de 2011

Ruleta rusa

Siempre que su mamá y su tía los llevaban a ella y a sus primos a la plaza de Alsina y Rincón, la ansiedad se apoderaba de ella, y no podía esperar un segundo. No podía esperar llegar a la plaza. No podía esperar zambullirse en el arenero. Ni hablar de deslizarse por el tobogán. Tampoco podía esperar para saber cuándo le tocaría subir a la calesita. Ni cuándo podría bajarse.
Era demasiado tímida (u orgullosa) como para negarse a subir, y darle así pase libre a las inocentemente crueles cargadas de sus primos.
Pero había un oscuro asunto alrededor de la calesita. El gran problema que detectó (y que nadie, ni siquiera los adultos se habían percatado) era que seguramente el mecanismo que hacía funcionar a la calesita, podía fallar en cualquier momento.

Ella lo tenía bien claro: el eje de la calesita, encastrado bajo el nivel del suelo, enrollaba sobre sí una soga u elástico, poco a poco. Ese elástico o soga, no soportaría infinitamente la presión ejercida
por tantas vueltas de calesita, por lo que en algún momento se rompería, despidiendo violentamente en el sentido contrario a la calesita y a cualquier desdichado que estuviese a bordo.
Cada final de vuelta, el corazón se le subía a la garganta. Señal de que el corazón sabía lo que podría ocurrir y deseaba abandonar el lugar, aunque tuviese que salirse del cuerpo.
Si en ese momento hubiese conocido el significado de "ruleta rusa", habría dicho que era eso exactamente, lo que le recordaba una vuelta en calesita.

Con el tiempo pudo decidir no subir. Y pudo, también, convencer a sus primos de que no era necesario subirse cada vez que fueran a la plaza.
Nunca les dijo la verdadera razón: no había necesidad de sembrar el pánico, mucho menos entre los más chiquitos.

El tiempo pasó, y mudanza de por medio, se distanció de aquella, la plaza Rivadavia.
Un día volvió al barrio, sólo de paso, y vio que la calesita lucía abandonada. Unas avejentadas y sucias cortinas de lona roja ocultaban la fauna y los carruajes que, ella presentía, ya no habitaban allí. "Creo que es demasiado tarde para prevenirlos" pensó.

Y su corazón, esta vez, no intentó escapar.

5 de febrero de 2011

Chocolate por la sonrisa

El romance de Eugenia y Víctor, más que un romance, fue una ráfaga.
Se inició en otra vida quizás, porque desde que se conocieron - gracias a un amigo en común- salvo el nombre, todo lo demás parecían conocerlo, como si tuviera el otro un hoyo en la frente que revelaba lo que pensaba, lo que era. Supieron que iban a estar juntos incluso antes de terminar la primer charla de seis horas que mantuvieron esa madrugada de viernes.
El noviazgo fue inevitable, la convivencia no tardó en llegar, y se proclamaban amor eterno a diario. Todo era armonía. Eugenia adoraba que Víctor fuera tan simple, tan amable, tan simpático, tan lindo para vestir como para desvestir. Víctor idolatraba la sonrisa de ella, y con eso le bastaba para ser feliz.

Hasta que el destino, celoso de tanto amor, le robó a Víctor el alma y la mandó a guardar, donde se guardan las almas de los accidentes de micros de larga distancia.

El rostro, las manos y la almohada de Eugenia fueron agua salada durante largas semanas. Los amigos y familiares que la cuidaban, llegaban siempre con botellas de agua, por temor a que muriera deshidratada de tanto llorar.

Víctor odiaba verla así. La culpa lo carcomía, no aguantaba que su amor se fuera en lágrimas a causa de él. ¿Dónde estaba la sonrisa que tanto amaba?
Eugenia dejó de llorar, pero su sonrisa no asomaba ni por casualidad. Víctor tuvo una idea: como tantas veces le había dicho que esa sonrisa era de su propiedad, al irse él del mundo terrenal, la sonrisa de Eugenia lo habría seguido. La buscó por donde él andaba, por debajo de las nubes, detrás de la lluvia, en cada uno de los siete colores del arco iris, hasta le preguntó a un señor si no le miraba la nuca, porque quizás se le había pegado en algún lugar que él no podía ver con sus propios ojos. Pero no.
Una viejita que lo estaba observando le avisó que ese tipo de cosas no dejan la tierra, porque una sonrisa perdida no tiene valor por sí sola. Sólo es útil si la persona que la regala lo hace con intención, si es genuina, y si va con una mirada haciendo juego.
Víctor pensó que lo que decía la señora era verdad, los dientes de Eugenia no eran perfectos, pero al enseñarlos en sonrisa, se le achinaban y brillaban los ojitos verdosos de una forma que hacía que el corazón le diera un vuelco.
Y los ojos de Eugenia estaban un poco más opacos (desgastados por tanta lágrima, dedujo) pero seguían ahí, hermosos como siempre.

Pensó en cómo devolverle la sonrisa, y con ayuda de algunos amigos (de los que iban en el micro con él), Víctor se las ingenió para poner en el camino de Eugenia algunas cosas que a ella le gustaban.
Se las arregló para que la azalea que tenía en el balcón floreciera de una vez y antes que cualquier otra (ella decía de esa planta que era una estafa, porque desde que se la compró nunca le vio una flor.)
Otro día se llevó con él al gato de la vecina, que se paseaba por el balcón y dejaba los pelos que a Eugenia le despertaban alergia.
Reprogramó los semáforos, para que tuviera onda verde todos los días en la ida al trabajo.
Atajó la tostada, para que nunca cayera del lado de la mermelada.
Bajó todos los ascensores, para que no tuviera que esperarlos tanto tiempo.
Retuvo a la lluvia hasta que ella llegara a estar bajo techo. Y la dejó libre cuando ella no tuvo ganas de ir a la clase de inglés.

Pero aún así, si bien de vez en cuando alguna mueca se escapó, no volvió a ver esa sonrisa nunca más.

Víctor estuvo triste mucho tiempo, y fastidiado por no saber qué hacer, dejó correr a las nubes negras (a las más grandes). Llovió copiosamente por dos semanas enteras en Buenos Aires.
Eugenia, que seguía viviendo en el departamento de Palermo, se dejó contagiar por la tristeza de la lluvia. Todo empeoraba con el pasar de las horas. Víctor no aguantaba más la situación, y entre tanta angustia se le filtró una idea.

Eugenia, a todo esto, no paraba de mirar la película más triste del mundo. Podría jurarse que llovía más adentro de ese departamento, que en toda Capital.

No sabemos por qué, pero, ya sea en Palermo o en Kabul, la depresión trae hambre de chocolate. Inmersa en ese mambo de tristeza, se fue al kiosco de la esquina. Y cuando volvía a pie (o a nado) por Coronel Díaz, saboreando el primer mordisco de su Toblerone, se la tragó una boca de tormenta.

No sabemos si fue el chocolate o el haber vuelto a ver a Víctor otra vez, pero ahora a esa sonrisa ¿quién se la borra?

3 de febrero de 2011

Salida

En El Almacén de Almas, una infinidad de escritorios ocupados por la misma cantidad de empleados públicos, se despliegan a lo largo y ancho de una gigantesca sala bien iluminada, de paredes blancas y pasillos grisáceos.
Los trabajadores clasifican sus papeles en dos pilas diferentes: “Entrada” y “Salida”.

Por tratar de salir rápido a almorzar, el empleado Nº3561 pasa erróneamente de pilón, dos papeles en lugar de uno.
El Nº4219, por andar a las corridas, choca contra un escritorio y derrumba una pila que demandó semanas enteras de trabajo.

En Del Viso, mientras tanto, Mariana acaba de sufrir un aborto espontáneo. Y Julio es el eslabón principal de un choque en cadena en Panamericana y 202.