Siempre que su mamá y su tía los llevaban a ella y a sus primos a la plaza de Alsina y Rincón, la ansiedad se apoderaba de ella, y no podía esperar un segundo. No podía esperar llegar a la plaza. No podía esperar zambullirse en el arenero. Ni hablar de deslizarse por el tobogán. Tampoco podía esperar para saber cuándo le tocaría subir a la calesita. Ni cuándo podría bajarse.
Era demasiado tímida (u orgullosa) como para negarse a subir, y darle así pase libre a las inocentemente crueles cargadas de sus primos.
Era demasiado tímida (u orgullosa) como para negarse a subir, y darle así pase libre a las inocentemente crueles cargadas de sus primos.
Pero había un oscuro asunto alrededor de la calesita. El gran problema que detectó (y que nadie, ni siquiera los adultos se habían percatado) era que seguramente el mecanismo que hacía funcionar a la calesita, podía fallar en cualquier momento.
Ella lo tenía bien claro: el eje de la calesita, encastrado bajo el nivel del suelo, enrollaba sobre sí una soga u elástico, poco a poco. Ese elástico o soga, no soportaría infinitamente la presión ejercida
por tantas vueltas de calesita, por lo que en algún momento se rompería, despidiendo violentamente en el sentido contrario a la calesita y a cualquier desdichado que estuviese a bordo.
Cada final de vuelta, el corazón se le subía a la garganta. Señal de que el corazón sabía lo que podría ocurrir y deseaba abandonar el lugar, aunque tuviese que salirse del cuerpo.
Si en ese momento hubiese conocido el significado de "ruleta rusa", habría dicho que era eso exactamente, lo que le recordaba una vuelta en calesita.
Con el tiempo pudo decidir no subir. Y pudo, también, convencer a sus primos de que no era necesario subirse cada vez que fueran a la plaza.
Nunca les dijo la verdadera razón: no había necesidad de sembrar el pánico, mucho menos entre los más chiquitos.
El tiempo pasó, y mudanza de por medio, se distanció de aquella, la plaza Rivadavia.
Un día volvió al barrio, sólo de paso, y vio que la calesita lucía abandonada. Unas avejentadas y sucias cortinas de lona roja ocultaban la fauna y los carruajes que, ella presentía, ya no habitaban allí. "Creo que es demasiado tarde para prevenirlos" pensó.
Y su corazón, esta vez, no intentó escapar.
A la mierda :0
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