Fue una de las peores noches de mi vida. Llegué a casa demasiado tarde, luego de uno de esos días de oficina caóticos, donde todo el mundo se queda después de hora, y no por el placer de hacer horas extras.
Entré a casa, tiré el portafolio en el sillón y entré a mi habitación. No tenía hambre. Estaba cansado, me sentía enfermo, me dolía la cabeza, sentía náuseas...quizás porque mi único alimento en todo el día fueron litros de café.
Me rendí ante lo lamentable de mi situación, sabiendo que el reposo sería el único alivio a mi malestar.
Mi cabeza dio un golpe con efecto anestésico sobre la almohada. Al cabo de unos minutos, tuve una seguidilla de sueños, pesadillas, totalmente dispuestos a exorcizar el stress que había generado mi trabajo en horas anteriores.
En aquellos sueños, nadé en aguas oscuras, densas, que supuse eran las aguas de un río de café. Entonces, emergí de esa oscuridad y avancé velozmente, casi sin pisar el suelo, hacia un edificio de la calle Laprida. Eran de esos sueños en los que veía todo en primera persona, yo era yo, y los escenarios me resultaban familiares En uno de los departamentos de aquel edificio vivía Romina, la recepcionista, a la cual le cercené de un feroz golpe la cabeza para que se callara y dejara de pasarme esas llamadas que yo no quería atender.
De repente, otro sueño, otro barrio. Busqué a Elsa, la señora de la limpieza. Cuando la encontré, le arranqué la lengua, y dejé que se ahogara en su veneno, para que dejara al fin de hablar pestes de los demás.
Luego fui por Enzo, el galán de la oficina, al cual le desgarré la entrepierna para dejarlo sin orgullo.
Finalmente, embosqué a la salida de un restaurante a mi jefe. Fue el último de los sueños (no me pareció correcto catalogarlo como pesadilla, porque fue casi placentero). Al jefe lo devoré entero, de a pedazos: primero un brazo, luego una pierna; le despedacé el vientre y revolví sus órganos con ambas manos. Se escurrían sus entrañas entre mis dedos, y desesperado, no quería dejar ningún trozo sin engullir.
Guiados por el aroma agridulce de la sangre, me encontró un grupo de perros callejeros, a los que les lancé algunas tripas a lo lejos, para mantenerlos distanciados de mi banquete privado y especial.
Quedaba sólo sangre, pellejos y huesos. Ante ese cuerpo desmenuzado, me sentí satisfecho. Me alejé con calma de aquél lugar, y desaparecí como un espectro en la oscuridad.
Desperté agitado. Seguía sintiéndome cansado, pero ahora con un poco de frío, dolorido e incómodo. Estiré mis piernas y me di cuenta de que estaba en el suelo. La habitación estaba revuelta, como siempre. Sufría una resaca sin haber bebido. No recordaba qué día era el que estaba amaneciendo, no sabía si en unas horas más tendría que volver a trabajar. Luego de ese sueño, se erizaba el vello de mis brazos con sólo pensar ver esas caras otra vez.
Me senté en el piso y apoyé mi espalda en un lado de la cama. El calendario de la mesa de luz me daba dos pésimas noticias: comenzaba un nuevo jueves, y la noche anterior hubo luna llena.
Una vez más, dejaba de ser un misterio el sabor agridulce que sentía con repulsión en mi boca.