5 de marzo de 2014

Martha la mala madre

Martha la mala madre no paraba de traer hijos al mundo. Uno tras otro, su cuerpo no paría: escupía los bebés que concebía con cualquiera. Por lo general los creaba con algún borracho conquistado sin esfuerzo a la salida de la taberna, o con algún viajante, o (con los que eran de su preferencia), jovencitos ansiosos por debutar en el amor.
No era que ser madre lo llevara en el corazón, pero tampoco era maldad. Solamente le fascinaban las plantas. Si, así es. Y esto tiene todo el sentido del mundo.

Saliendo de la muralla del reino, al otro lado del río, en una cueva húmeda y oscura, descansaba el Dios del Bosque. Martha lo había descubierto una vez, mientras buscaba la flor más hermosa del reinado, tarea que hasta en ese entonces le parecía imposible.
 Ese día, el Dios del Bosque dormía una siesta, la cual fue interrumpida por una Martha de trece años de edad. Ella lo reconoció enseguida, pues había visto decenas de ilustraciones en los libros donde se escribían la historia de su reino y de todos los reinos, desde el inicio de los días. Sin dudarlo un instante, la pequeña le reprochó:

-       Perdone la molestia, mi Dios el Bosque, pero ¿por qué en vez de holgazanear no creas flores más bonitas? Ya he recorrido todos los alrededores del reino y no doy más que con pálidas margaritas.

El Dios el Bosque, sorprendido pero no incómodo, le respondió:

- Martha, me he estado ocupando en crear plantas medicinales para la gente del reino. Los pájaros me cuentan que cada vez hay más enfermedades que no encuentran cura, por lo que trabajo en las plantas indicadas para tratarlas. Quizás no sean muy hermosas, y algunas hasta tengan espinas, pero ¿no te parece suficiente? ¿Qué deseas? ¿Tienes alguna falta o necesidad urgente en particular para venir hasta aquí a reprocharme que no realizo bien mi deber?

- De hecho, si mi señor. Necesito colores en tus flores, y formas nuevas también, pero sobre todas las cosas, colores. Mi alma no encuentra sosiego observando las que ya existen.

-Verás, Martha, ya estoy viejo y no puedo salir de aquí. El encierro y la poca luz no me dejan ir por inspiración. Me gustaría darte colores y flores nuevas nunca vistas en otras tierras, pero si quieres que te de mis hijos, deberás darme a cambio los tuyos, y en ellos me inspiraré. A la vida la genera la vida, lo sabes. Si entiendes lo que significa esto, y lo aceptas, vete ahora y aquí estaré cuando regresen.

Martha quedó pensativa unos instantes, observando la cansada mirada del Dios del Bosque. Respiró hondo y de un momento a otro, estaba caminando de vuelta en dirección al río y hacia la entrada del reino.


Que Martha fuera una mala madre ahora es un tanto relativo. ¿Qué podría ella hacer? Si le fascinaban mucho más las plantas y las flores. 

26 de junio de 2012

Amuleto


Su vida se deshizo como azúcar en el agua, casi literalmente.

En Junio se avecinó la tormenta más tormentosa y feroz de la última década. Se inició de noche, de repente, de cabrona que era, con toda su furia, sobre aquél lejano y humilde pueblito santafesino donde vivía el protagonista de esta historia.
Fue tal la velocidad con que subió el nivel del atrevido río, que asaltó con sus aguas negras cada casa del pueblo.
Su hogar estaba muy próximo a la vera del Paraná, en una zona un tanto baja, por lo que en cuestión de segundos nuestro amigo se encontró nadando para salvar su vida. Fue el único en salir con vida. Su mujer no tuvo fuerzas para seguirle el ritmo a su marido. Los chiquitos, los ocho que eran, ni asomaron por la escena. Él creyó que no tuvieron ni tiempo de despertarse para darse cuenta de que estaban respirando agua y barro. No habían sufrido, y ese era el mejor consuelo que pudo encontrar cuando pensó en lo que había pasado, luego de que llegara a un punto de suelo firme, cerca del centro del pueblo.

Miró allí a su alrededor. Todo era cielo, y pensó que afortunadamente él mismo había muerto también, allí abajo. Una lancha pasó por delante de él y con el oleaje que generó rompió el hechizo, trayéndolo de vuelta a la inquietante realidad: el pueblo entero estaba sumergido. Las nubes que veía a sus pies eran el mero reflejo del cielo, que le gastaba una cruel broma usando al agua como espejo.
Quiso subir a una de esas lanchas, pero no había lugar para él. “Sólo mujeres y niños” repetía un improvisado capitán. Se le revolvió el estómago de rabia al ver que uno de los niños llevaba a su perro sentado al lado.
Las pocas lanchas que quedaron sanas eran ocupadas sólo por mujeres, niños y ancianos. Ah, y ese perro odioso, claro.
En ese momento tuvo una revelación: no saldría de ahí si no era por sus propios medios.
Desde la pequeña lomita que sobresalía del agua y que le servía de piso (¿qué era eso? ¿El techo de una casa? ¿Un silo? ¿Un tractor?), desde allí trazó en su cabeza el trayecto que tendría que seguir para acercarse al único pedazo de tierra firme, que además, servía para abandonar el pueblo: la ruta. Ésta se elevaba sobre el nuevo nivel del río, alzada por unas banquinas casi verticales.

Tomó aire y se largó. Fue saltando de punto en punto, ya fuese eso un techo, un tronco, un mueble que flotaba… A veces le pifiaba y caía medio cuerpo al agua, y dejaba el aliento en cada intento por no caer entero al río.
Cierta gente que lo veía se acercaba y lo ayudaba. En una ocasión una muchacha lo subió a un bote, pero como se dirigía hacia el lado opuesto de su objetivo, él solo se tiró del bote, sin antes darle las gracias, aunque fuera con la mirada roja y desesperada de los que lo han perdido todo, hasta la cordura.
Le costó mucho llegar, pero llegó. Alcanzó su meta entrado el atardecer, teniendo en cuenta la dificultad de avanzar, porque a veces no había de qué aferrarse y tenía que esperar que flotara algo hasta allí; otras veces, tuvo que esconderse de Prefectura, que había ido a ayudarlos, pero él ya tenía bien en claro su objetivo: saldría de allí por su cuenta. Además que no podría jamás aceptar la ayuda de aquellos que imponen autoridad sólo por cargar un arma al hombro.
Con casi nada de luz llegó a la banquina que subía desde las aguas en un ángulo empinado, imposible de escalar con sus paredes de barro. Subió como pudo hasta llegar a una fría superficie plana.
Al fin el asfalto. Le produjo escalofríos, se le erizó la piel, sus pupilas duplicaron su tamaño, esperando visualizar las líneas blancas pintadas en el suelo negro.
Veía muy poco, la luna y su luz eran rehenes de las nubes. Se sentó un momento mirando hacia el pueblo, para recobrar el aliento; y vio pequeñas luces titilando. Los puntos más grandes y constantes eran las luces de la cámara de algún móvil de televisión que había llegado al lugar, incluso antes que los bomberos y la Cruz Roja.
Aquél pueblo era eso: una débil lucecita a punto de extinguirse. Recordó en ese momento a las luciérnagas que en tiempos más felices, salían al campo y le avisaban que era hora de volver a casa, con su mujer y sus hijos. Aquellos días fueron buenos, pero ya no volverían. La lluvia que golpeaba su rostro le decía que era en vano pensar en el pasado. Era hora de seguir adelante.

Afirmó sus pies en el asfalto, movió los dedos, como si ellos fueran a decirle hacia qué lado empezar a caminar. Miró a sus lados, movió su nariz, despegó sus labios apretados - irónicamente tenía la boca sequísima. Debía decidir hacia dónde ir, o el frío lo inmovilizaría para siempre.

Un lado de la ruta parecía tener más luz, además de que el viento soplaba en ese sentido y quizás lo ayudaría a llegar más rápido a donde fuera que fuese.
Comenzó a avanzar. La lluvia recobró intensidad, y el viento le hizo compañía.
Por un rato sólo se escuchaba la lluvia y el rechinar de los pocos árboles que había cerca del camino. Se detuvo un par de veces, pensando en la posibilidad de que el camino correcto fuera el contrario… en cuanto se daba vuelta, la lluvia le daba de lleno en los ojos y no podía ver nada. ¿Para qué empeorar las cosas?
Aquella claridad que se imaginó momentos antes, de repente se concentró, tomó forma y fuerza. Se volvió más intensa, de a ratos cambiaba de dirección, avanzaba errante, perdida. Pensó que era una persona a la que le había pasado lo mismo que a él, con la salvedad de que aquél tenía una linterna e iluminaba sus pasos irregulares y cansados, seguro por la angustia de haberlo perdido todo, exactamente como él.

Siguió avanzando, y vio que la luz se acercaba ahora velozmente, y que no era un sólo rayo de luz, sino dos. Se acercó tan rápido y bruscamente que no pudo darse cuenta siquiera en qué momento llegó a estar frente suyo.

De la misma manera en que sus hijos no habrían despertado para saber que morirían ahogados, él no pudo ni pensar que moriría atropellado por un patrullero de tránsito.

Así fue que nuestro amigo casi dejó este mundo.
Y digo casi, porque una parte de él -su pata- hoy cuelga bamboleante en el espejo retrovisor del patrullero, cortejada de una cintita roja y una estampita de San Expedito.


Ilustrador - Michael Sowa


21 de septiembre de 2011

Estás corriendo con el diablo.

Estás corriendo con el diablo.
Y te sacó ventaja. La carrera lleva horas, hasta días quizás. Estás exhausto, el cansancio te abraza por el cuello, se cuelga de tus piernas, no puedes respirar y estás a punto de  caer.
Él corre, casi flota. Sonríe, lo disfruta. Bebe de tu sudor. Mírale las piernas, si puedes…
Casi no toca el suelo, es como uno de esos caballos salvajes de los desiertos arábicos. Quizás lo sea.

Con tu último aliento, con lo poco que te queda de alma virgen, deseas pedirle un arreglo. Pero es tarde, está lejos y no te oye. No quiere oírte.

Te das por vencido, aunque ya lo estabas desde antes de iniciar la carrera, pero no te dabas cuenta, ni lo haces ahora. Quizás nunca. Pusiste tu firma en las reglas del juego. Hoy apostaste tu capacidad de administrar tu tiempo libre de una manera práctica y provechosa.

Hoy acabas de comprar un LCD 42” en 50 cuotas.




*Imagen: "Magic, 1400s–1950s" (Taschen)


10 de julio de 2011

La disléxica.

Juana la del 5to B estaba harta del mundo como lo vemos hoy: atroz, hiriente, sordo y enceguecido. Un día escuchó que la salvación de nuestras almas la traerían seres luminosos de otra galaxia… ahí nomás bajó a la librería y se compró uno de ovnis.

Le bastó sólo con el título para dar con el secreto: esa misma tarde, y todas las que le siguieron, pulió su alma opaca teniendo encuentros cercanos con el tipo del 3ro.


2 de marzo de 2011

Amor a primera vista

Fue amor a primera vista y desilusión a la segunda: debajo de esa falda roja, no era Laura la que se ocultaba, sino Ramón.

10 de febrero de 2011

Conversión

Fue una de las peores noches de mi vida. Llegué a casa demasiado tarde, luego de uno de esos días de oficina caóticos, donde todo el mundo se queda después de hora, y no por el placer de hacer horas extras.

Entré a casa, tiré el portafolio en el sillón y entré a mi habitación. No tenía hambre. Estaba cansado, me sentía enfermo, me dolía la cabeza, sentía náuseas...quizás porque mi único alimento en todo el día fueron litros de café.
Me rendí ante lo lamentable de mi situación, sabiendo que el reposo sería el único alivio a mi malestar.
Mi cabeza dio un golpe con efecto anestésico sobre la almohada. Al cabo de unos minutos, tuve una seguidilla de sueños, pesadillas, totalmente  dispuestos a exorcizar el stress que había generado mi trabajo en horas anteriores.

En aquellos sueños, nadé en aguas oscuras, densas, que supuse eran las aguas de un río de café. Entonces, emergí de esa oscuridad y avancé velozmente, casi sin pisar el suelo, hacia un edificio de la calle Laprida. Eran de esos sueños en los que veía todo en primera persona, yo era yo, y los escenarios me resultaban familiares  En uno de los departamentos de aquel edificio vivía Romina, la recepcionista, a la cual le cercené de un feroz golpe la cabeza para que se callara y dejara de pasarme esas llamadas que yo no quería atender.
De repente, otro sueño, otro barrio. Busqué a Elsa, la señora de la limpieza. Cuando la encontré, le arranqué la lengua, y dejé que se ahogara en su veneno, para que dejara al fin de hablar pestes de los demás.

Luego fui por Enzo, el galán de la oficina, al cual le desgarré la entrepierna para dejarlo sin orgullo.

Finalmente, embosqué a la salida de un restaurante a mi jefe. Fue el último de los sueños (no me pareció correcto catalogarlo como pesadilla, porque fue casi placentero). Al jefe lo devoré entero, de a pedazos: primero un brazo, luego una pierna; le despedacé el vientre y revolví sus órganos con ambas manos. Se escurrían sus entrañas entre mis dedos, y desesperado, no quería dejar ningún trozo sin engullir.
Guiados por el aroma agridulce de la sangre, me encontró un grupo de perros callejeros, a los que les lancé algunas tripas a lo lejos, para mantenerlos distanciados de mi banquete privado y especial.
Quedaba sólo sangre, pellejos y huesos. Ante ese cuerpo desmenuzado, me sentí satisfecho. Me alejé con calma de aquél lugar, y desaparecí como un espectro en la oscuridad.

Desperté agitado. Seguía sintiéndome cansado, pero ahora con un poco de frío, dolorido e incómodo. Estiré mis piernas y me di cuenta de que estaba en el suelo. La habitación estaba revuelta, como siempre. Sufría una resaca sin haber bebido. No recordaba qué día era el que estaba amaneciendo, no sabía si en unas horas más tendría que volver a trabajar. Luego de ese sueño, se erizaba el vello de mis brazos con sólo pensar ver esas caras otra vez.
Me senté en el piso y apoyé mi espalda en un lado de la cama. El calendario de la mesa de luz me daba dos pésimas noticias: comenzaba un nuevo jueves, y la noche anterior hubo luna llena.
Una vez más, dejaba de ser un misterio el sabor agridulce que sentía con repulsión en mi boca.

9 de febrero de 2011

Andrés

Ser la menor de dos hermanos era genial. Ser nena, la nena de papá, era genial. Podía usar vestidos de muchos colores, y coleccionar figuritas de Sara Key, que eran geniales. Mi mamá me peinaba y me hacía colitas y trenzas geniales. Si jugaba con los varones, nunca me pegaban (o al menos no tan fuerte), y eso era genial. Tuve siempre una sonrisa amplia y simétrica, que a la gente mayor le gustaba, por lo que siempre me mimaban y me regalaban cosas. La niñez era genial.

Todo fue mas o menos así de bueno, hasta el cuarto grado de primaria. Era el año 1994, en un salón de la Escuela Nº 10. Los días eran más o menos los mismos. Las caras eran las mismas todos los días, a veces con un aparato de ortodoncia más, a veces con un diente menos. Dentro de todo, éramos un grado bastante tranquilo. Salvo por ella.
Nuestra compañera Verónica era uno de los espíritus más salvajes del aula y del colegio entero. Siempre atormentando a todos con sus preguntas delirantes, con sus golpes sorpresivos, sus gritos agudísimos y sus burlas crueles.
Para suerte de algunos, un día faltó a clases. Luego otro. Y otro. Y otro.
¿Qué le había pasado a Verónica? Yo no la extrañaba, porque si bien ella me decía “amiga”, a mí me inspiraba más miedo que respeto o cariño, y su ausencia me tranquilizaba. Pero sí era raro que faltara tanto, y nos hizo querer saber sobre ella.

A la semana siguiente, volvió. Todos queríamos saber por qué había faltado. Entonces, la señorita Sonia (que realmente era una señorita, no como otras viejas gordas de 3ºB), nos anunció que tendríamos una charla para explicar las misteriosas faltas de nuestra compañera.

Verónica era un tanto mal llevada: pocos eran los que no se habían insultado o trompeado con la niña del pelo más largo y lacio del salón. Y muchos creyeron que la charla que profesaba la señorita era sólo una manera más de ser reprendidos por una injusta y falsa acusación de la mentirosa niña cara de torta. Pero no. Entraron al aula una pareja de doctores, que separaron el grupo, por géneros, en aulas separadas. En el aula de las niñas proyectaron un video sobre el cuerpo femenino, el en que se explicaba el hecho más horroroso que la naturaleza podría concebir: La menstruación.

Eso le había pasado a Verónica. Por eso, faltó una semana. ¿Cómo la Iglesia podía permitir algo así? Era un horror. Todas las nenas quedamos muy aturdidas por aquella verdad tan cruda que se nos acababa de revelar. Y para martirizarnos aún más, nos habían regalado una toallita femenina con alas, a modo de morboso souvenir.

Pero más allá del cachetazo que mi niñez hubo recibido, de no poder entrar al baño sin sentir vértigo por el miedo de encontrar un rastro escarlata, hubo un par de cosas que me molestaron mucho más. Primero, descubrir la injusta diferencia entre el hombre y la mujer. Y segundo, que me parecía una ironía de muy mal gusto que, justo la más machona del grado, fuera la primera en convertirse en Señorita.